Indicaciones: anota el siguiente tema después de tu corrección de examen terminada.
LOS ÚLTIMOS DÍAS DE MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA.
En su proceso militar Hidalgo se agiganta ante sus jueces. No elude su responsabilidad ni trata de salvar la vida, actitud valiente que corresponde a la respuesta que dio a Allende cuando éste lo invitó a participar en el movimiento de la independencia: "...los autores de semejantes empresas no goza[n] el fruto de ellas.." Es decir, aceptó, poco después, convertirse en el principal dirigente del movimiento armado consciente del peligro que entrañaba. Corridos ya todos los riesgos y en plena retirada hacia el norte, en Saltillo, Hidalgo y Allende rechazaron, el 1 de marzo de 1811, veinte días antes de su captura, el indulto que les ofreció el virrey Venegas.
El juez militar, Ángel Abella, reunió todas las evidencias que se le presentaron para demostrar la culpabilidad de Hidalgo. De esa manera, tanto las preguntas–acusaciones referentes a la fidelidad al rey y a la patria, como las relativas a la obediencia a las autoridades eclesiásticas y a su desempeño como sacerdote, estaban destinadas a encontrar claros indicios que hicieran inapelable su condena. Hidalgo declaró que él y Allende "...despacharon a don N. Letona [Pascacio Ortiz de Letona], natural de Guatemala a los Estados Unidos a solicitar su alianza y armas...", ofreciéndoles a cambio las ventajas del libre comercio. No había defensa: esto era traición al rey y a la patria. Y declaró también que sí se enteró de que "el santo tribunal de la fe..." lo emplazó a comparecer por ser cabeza de la insurrección y «para responder a los cargos de herejía que le resultaban por causa pendiente [iniciada en 1800] en dicho tribunal", pero que no acudió "...no por los delitos de herejía de que se le acusaba, sino por el partido en que estaba empeñado..." En aquel juicio esto era flagrante desacato a la autoridad. La avalancha de cargos hizo que Hidalgo fuera encontrado culpable y condenado a muerte; en consecuencia, su degradación sacerdotal fue consumada el 29 de junio de 1811 por «el doctoral de la Santa Iglesia» de Durango, Francisco Fernández Valentín. En la certificación respectiva se lee:
Fue preguntado: —¿Qué razón tuvo para rebelarse contra el rey y la patria? —Contestó que ya había expuesto sus razones al juez militar; que no contestaba más, y que supuesto que iba a morir, sólo encargaba que no se le cortara la cabeza, según la sentencia que se le había leído, sin más delito que haber querido hacer independiente esta América de España. Después de la degradación, y despojado de los ornamentos sagrados, con la ceremonia que manda la santa Iglesia, fue registrado y se le encontró en el pecho llena de sudor la soberana imagen de nuestra señora de Guadalupe, la cual está bordada de seda sobre pergamino, la que al quitar de su pecho dijo: —Esta señora, Madre de Dios, ha sido la que he llevado de escudo en mi bandera, que marchaba delante de mis huestes, en las jornadas de Aculco y Guanajuato, y es mi voluntad sea llevada al convento de las Teresitas de Querétaro donde fue hecha por las venerables madres, quienes me la dieron en mi santo en 1807. No habló más, procediéndose al acto conmovedor, arrancándole las vestiduras sacerdotales, aplicando el anatema formidable de la santa Iglesia, y para que fuese entregado al juez militar y ejecutar la sentencia.
En Chihuahua, a las siete de la mañana35 del 30 de julio de 1811, cayó ante el pelotón de fusilamiento el ilustre sacerdote don Miguel Hidalgo y Costilla. Tenía entonces 58 años de edad. El militar encargado de la ejecución, Pedro Armendáriz, anotó el pesado transcurso de los últimos momentos del caudillo:
...Llegó [Hidalgo] al banquillo, dio a un sacerdote el librito [que llevaba en la mano derecha], y sin hablar palabra, por sí se sentó en el tal sitio, en el que fue atado con dos portafusiles [...] y con una venda de los ojos contra el palo, teniendo el crucifijo en ambas manos, y la cara al frente de la tropa [...] Con arreglo a lo que previne le hizo fuego la primera fila, tres de las balas le dieron en el vientre, y la otra en un brazo que le quebró: el dolor lo hizo torcerse un poco el cuerpo, por lo que se zafó la venda de la cabeza y nos clavó aquellos hermosos ojos que tenía. En tal estado hice descargar la segunda fila, que le dio toda en el vientre, estando prevenidos que le apuntasen al corazón. Poco extremo hizo, sólo sí se le rodaron unas lágrimas muy gruesas. Aún se mantenía sin siquiera desmerecer en nada aquella hermosa vista, por lo que le hizo fuego la tercera fila que volvió a errar no sacando más fruto que haberle hecho pedazos el vientre y espalda, quizá sería porque los soldados temblaban como unos azogados. En este caso tan apretado y lastimoso, hice que dos soldados le dispararan poniendo la boca de los cañones sobre el corazón, y fue con lo que se consiguió el fin. Luego se sacó a la plaza del frente del hospital; se puso una mesa a la derecha de la entrada de la puerta principal, y sobre ella una silla en la que lo sentaron, para que lo viera el público que cuasi [casi] en lo general lloraba, aunque sorbiéndose las lágrimas. Después se metió adentro, le cortaron la cabeza que se saló, y el cuerpo se enterró en el campo santo.
Así terminó la vida de don Miguel Hidalgo, el Padre de la Patria. El pedestal de su heroicidad tiene como basamento la respuesta que él y Allende dieron al virrey Venegas cuando les ofreció el indulto: El indulto, Señor Excelentísimo, es para los criminales, no para los defensores de la Patria...
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