Ciudad Juárez, Chih.- La violencia en esta ciudad ha incubado todo tipo de relatos sórdidos, pero todos verídicos.
Está la historia del hombre de la colonia Champotón que, cansado de encontrar por las mañanas muertos arrojados afuera de su negocio, colocó un letrero: “Se prohíbe tirar cadáveres o basura”. En noviembre, uno de los cadáveres encontrados en el mismo terreno fue el de su hija. El hombre no lo vio porque él mismo ya había sido asesinado.
Está la de una mujer del Valle de Juárez que vio pasar un perro que, con el hocico, jugueteaba con una especie de pelota; la maraña redonda, pegajosa, color carne, resultó ser la cabeza de un hombre.
Está la de los bachilleres que descubrieron un cadáver con máscara de cerdo, colgado de una reja. O la de los puentes en los que amanecen hombres sin cabeza. O la de los policías que huyeron porque se sienten inseguros. O la de la niña que fue sacrificada cuando un hombre en fuga la utilizó como escudo contra los balazos.
Todo ocurrió el año pasado en esta ciudad fronteriza que alberga un millón 300 mil habitantes llegados de todo el país, atraídos por el trabajo en la maquila.
Con mil 607 homicidios contabilizados sólo en 2008, esta ciudad se convirtió en la capital nacional de los asesinatos, la más violenta del continente y la principal productora de enfermos por miedo.
Por momentos, la sangre pareció a punto de desbordarse. En agosto se registraron siete asesinatos diarios.
Cuatro veces la morgue se colapsó por sobrecupo, y los cadáveres tuvieron que ser apilados, uno sobre el otro, en espera de turno. Algunos tenían más de 100 agujeros.
La violencia trastocó la vida de los juarenses. Todos cuentan su vida antes y después de 2008.
Nadie quedó intacto: al menos 3 mil familias se mudaron, 84 bancos fueron asaltados, 5 mil negocios cerraron, 112 policías se dieron de baja. Cientos de negocios trabajan a cortina cerrada, los jóvenes abandonaron la vida nocturna, los parques quedaron en desuso, las escuelas cambiaron sus horarios y adelantaron vacaciones, los maestros tomaron cursos para prevenir extorsiones, crecieron las zonas residenciales alambradas y electrificadas, y todo el que puede hace su vida entre rejas.
Los juarenses no sólo viven el terror a ser asesinados en la guerra entre cárteles de la droga; también padecen el miedo a ser secuestrados, asaltados o extorsionados por personas que dicen trabajar para los narcos.
“Estamos paralizados, atolondrados por la realidad, en la lucha por la sobrevivencia. Todos querían que acabara el año. Estamos entre el impacto de la muerte que cada vez está más cerca, que ya no es de desconocidos y se va acercando más, sumado a las historias de asesinatos a quienes no quieren pagar ‘la cuota’, y al sentimiento de indefensión, de que no hay a quién recurrir”, explica Lourdes Almada, integrante del Consejo Ciudadano por el Desarrollo de Ciudad Juárez.
La paradoja es que la violencia continúa a pesar de que el gobierno federal emprendió en marzo la “Operación Conjunta Chihuahua”, que reúne al Ejército y las corporaciones policiacas federales, estatales y municipales en el combate a la delincuencia.
Mientras, los juarenses adaptan su vida.
Los exiliados del miedo
En la ventana de una bodega que luce abandonada, un letrero anuncia “Se vende”, junto a un número de teléfono en el que nadie contesta. Pero de lunes a viernes, a las 8:15 de la mañana, el acceso se abre unos pocos minutos para que ingrese un grupo de trabajadores; luego vuelve a cerrarse hasta la noche. Los empleados trabajan hasta el fondo, donde las luces no puedan ser percibidas desde la calle.
Trabajar bajo candado y a oscuras, simulando la quiebra; no contestar llamadas ni abrir la puerta a desconocidos, son los trucos que encontraron varios empresarios juarenses para despistar a los
extorsionadores. “Llega alguien a tu negocio, dice que es de La Línea o de Los Zetas, te piden que les pagues una mensualidad… y tienes que pagar, sean o no sean narcos. Un dentista no le tomó importancia y fueron por él, y así ha pasado a todos los niveles”, dice el dueño de la fábrica.
El empresario, que pidió el anonimato, es uno de los que se han mudado a El Paso, Texas. “Si la crisis automotriz le ha pegado feo a mi negocio, imagínate cómo me va con esto de trabajar a escondidas y no contestar teléfono y no hacer publicidad”.
Desde que comenzó la ola de extorsiones, este hombre escondió su camioneta de lujo y viaja en un compacto viejo, chocado y con los vidrios cuarteados. Lleva consigo dos carteras, una con documentos falsos, por si lo asaltan. Varios de sus amigos viven en hoteles mientras arreglan su visa estadunidense. El colegio de sus hijos hizo simulacros de balacera y construyeron un búnker. La señora que limpia su casa paga 20 pesos cada semana para que los extorsionadores dejen a su hijo estudiar en paz.
“Todo el que se puede ir se ha ido. Cuando veo las imágenes de Gaza, pienso que acá también estamos casi como en guerra, exiliándonos; nada más que acá salimos en carro.”
Miedo a todos los niveles
Gerardo González Trejo es director de una escuela primaria en la que bajó “un poco” la asistencia por la violencia, pero el fenómeno “es algo generalizado en todas las escuelas”.
Dice que su escuela está protegida gracias a la prohibición de que los niños se acerquen a la malla ciclónica y la orden de salir formados. La construcción de una barda para repeler balas perdidas se postergó porque varios papás no tienen dinero.
La primaria Flores Magón tiene un historial de miedo. La primera vez que suspendieron clases el año pasado fue porque recibieron una amenaza: o cuota o bomba. Otra semana tocó turno a los maestros del kínder ubicado en el mismo terreno: aguinaldo o bomba.
Desde antes de diciembre, las escuelas de la colonia Juárez Nuevo se despoblaron. Todavía en enero, los alumnos arrastran las secuelas del susto. Por ejemplo, Valentín, un niño de 11 años aficionado al Santos Laguna, de plano se negaba a asistir a clases porque estaba seguro que un cholo que rondaba las aulas estaba armado con una bomba. “Le dije que se encomendara a Dios”, dice su mamá, una mujer que vive asustada, imaginándose que en cualquier momento se desatará una balacera: “Ya me va a tocar, ya me va a tocar”.
En esta popular colonia, Verito dice que hace poco dejó de creer en el Ángel de la Guarda al que rezaba todas las noches.
–¿Por qué?
–Ya sé que muchas personas se mueren; también niños –responde nerviosa, sin perder su sonrisa de siete años.
Ese no fue el único descubrimiento que Verónica Arvizu hizo el año pasado. Supo también que la ilusión se pierde.
–Una amiga me platicó que a Santaclós le habían pedido una ‘cuota’. Por eso no le pedí a Santa un regalo caro; pedí nomás una muñeca, porque yo sé entender cuando hay o no hay dinero.
Ella no tiene miedo de fantasmas o monstruos; ella teme a los cuerpos decapitados que aparecen en la calle y a los hombres empistolados que matan niñas.
Hay días que Verito se levanta sin ganas de ir a la escuela (“pienso que nos van a venir a robar o a hacer algo; como siempre traen pistola, me da mucho miedo”). En su primaria están estrenando director (“es que amenazaron a la directora con poner bombas en la escuela y se fue”). Cree que su vida ha sido mejor que la de algunas compañeras (“a una amiga que estaba haciendo Educación Física le tocó una balacera”). Sabe que es peligroso salir a la calle (“al que nos pintaba la casa le cortaron el pie, y a una maestra le tocó un balazo”). La violencia le ha frustrado planes (“el concurso del Himno Nacional se canceló porque dijeron que pondrían bombas”).
Fueron por gremios
“Estimado cliente, por la inseguridad nos vemos obligados a atenderle detrás de la reja”, se lee en el portón de una casa donde se venden tacos. Para entrar a una pizzería hay que pasar por el ojo escudriñador del dueño, quien determina si corre o no el cerrojo. “Cerramos por la inseguridad”, se lee en la ventana de varios locales.
Los extorsionadores han peinado todos los negocios posibles. “Me ha tocado ver cuando llegan por la cuota de 5 mil pesos a la tiendas de abarrotes de la esquina”, dice un obrero. “Hasta a los carritos de hot dogs les piden”, dice la vecina de la taquería enrejada.
En noviembre, la Procuraduría recibió 78 denuncias por extorsión. Del 1 al 18 de diciembre recibió 444 quejas, 570% más que un mes antes.
La inseguridad llegó por gremios. Primero fueron los yonkeros, y denunciaron hasta que mataron a uno de ellos. Luego los impresores, y el ramo cayó a pique. Siguieron los médicos y dentistas. Luego la racha de bares y restaurantes quemados. A fin de año fueron las escuelas de todos los niveles.
“Es absurdo, cualquier rufiancillo de barrio te llama para extorsionarte y la gente entra en pánico. Es el miedo en su versión tercermundista”, dice un médico del Seguro Social que suple a un colega incapacitado a raíz de que fue secuestrado. “Yo soy de bajo perfil porque estoy empezando”, cree él.
Este gremio fue uno de los más golpeados el año pasado. O, al menos, fue de los pocos que denunció que el personal sufre extorsiones y expone su vida cuando los sicarios rematan a sus víctimas en ambulancias u hospitales. A través de marchas, los médicos exigieron escoltas que resguardaran las clínicas y amenazaron con suspender consultas. Pero no pasó nada. Entre ellos comentan que varios doctores están secuestrados.
Uno de ellos fue “levantado” por un comando armado frente a sus pacientes. Supuestamente no quiso cooperar.
Sin lugar para jóvenes
Azucena no sale desde que supo que mataron gente en El Chamuco, su salón de baile preferido. Tiene 22 años y no le gusta ni asomarse a la calle. Sufre pesadillas desde que le contaron que hallaron un cadáver de mujer con un letrero que amenazaba: “Cada vez que salga una chava sola, sexy y bonita, la vamos a matar porque el diablo anda suelto”. Con una risa nerviosa presume que cumple todas las características. “Por eso ya no salgo.”
De la ansiedad por salir en la noche, sus amigas la han tenido que regresar a casa con la cara y las manos paralizadas. “Tenía miedo de que me fueran a matar; soy muy miedosa, muy miedosa”, dice.
Ella trabaja con su mamá en la modesta guardería que tienen en casa. Aunque cobran 200 pesos semanales por niño, tuvieron que bajar el perfil para esquivar a los extorsionadores. “Le quité la lona, pinté el barandal, le borré las florecitas a la fachada. No quiero llamar la atención, quiero que se vea una casa normal”.
Como en su barrio la conocen bien, los muchachillos que piden cuotas la respetan. Sólo una vez sintió miedo en serio, cuando unos jóvenes –a punto de ser asesinados– se metieron a la fuerza a su casa para esconderse. Se salvó de que las masacraran con todo y los bebés que tiene a su cuidado.
El gremio periodístico también resiente la violencia. Desde que el reportero más experimentado de la fuente policiaca fue asesinado, varios colegas salen a reportear con chaleco antibalas.
“Me ha tocado llegar a cubrir ejecuciones y encuentro todavía a los sicarios rematando al tipo. Así que me hago tonto, los dejo hacer su trabajo y luego yo hago el mío”, dice un periodista que apenas se estrenó en el uso del blindaje. El dice que es “prudentillo” y sólo publica información gubernamental para no meterse en problemas.
Como él, muchos han optado por dejar de escribir sobre lo que ocurre en esta ciudad, lo que incrementa la vulnerabilidad de la propia sociedad.
Nada va a profundidad y todo queda en la anécdota. Las noticias más asombrosas pronto son superadas por otras. La más reciente: “Lo matan por rebasar a un narco”. Así, los periodistas han incorporado nuevos terminajos al glosario de lo macabro: los enteipados (que llevan cinta adhesiva en la boca) se suma a los encobijados, los levantados, los ejecutados, los maniatados, los descuartizados y los encajuelados.
El tiradero de muertos
Una de cada cuatro ejecuciones a nivel nacional ocurrió en el estado de Chihuahua, el doble de las que se registraron en Sinaloa. Y la abrumadora mayoría sucedió en Juárez, el tiradero nacional de muertos. En 12 meses fueron asesinadas al menos mil 607 personas. También fueron halladas varias fosas clandestinas, la más grande con 36 cadáveres. Son incontables los desaparecidos.
“Juárez está en shock. Hay mucha gente deprimida, y mucho terror; no sólo de los familiares de las víctimas de los asesinatos, también los que han tenido experiencias de extorsiones, secuestros”, dice la socióloga María Teresa Almada, directora de la Casa Promoción Juvenil, una de las organizaciones que no se quedó pasmada con la violencia.
En el poniente de la ciudad, los vecinos organizaron una escuela de deportes y una posada para recuperar los espacios públicos abandonados tras convertirse en botaderos de cadáveres. Aún estudian cómo trabajar con las familias en duelo que acuden al centro. Aquí llegan chiquillos que son hijos de ejecutados y señoras que vieron morir acuchillados a sus hijos adictos. Muchos de ellos presenciaron los asesinatos.
“Calculo que, por cada muerte, hay 10 o 20 personas afectadas”, dice la especialista. “Si son casi 2 mil muertos, puede haber hasta 40 mil personas que necesitan atención urgente, porque si no el sicario forma parte de su sistema familiar y toda su vida ronda en planear venganza”.
Está la historia del hombre de la colonia Champotón que, cansado de encontrar por las mañanas muertos arrojados afuera de su negocio, colocó un letrero: “Se prohíbe tirar cadáveres o basura”. En noviembre, uno de los cadáveres encontrados en el mismo terreno fue el de su hija. El hombre no lo vio porque él mismo ya había sido asesinado.
Está la de una mujer del Valle de Juárez que vio pasar un perro que, con el hocico, jugueteaba con una especie de pelota; la maraña redonda, pegajosa, color carne, resultó ser la cabeza de un hombre.
Está la de los bachilleres que descubrieron un cadáver con máscara de cerdo, colgado de una reja. O la de los puentes en los que amanecen hombres sin cabeza. O la de los policías que huyeron porque se sienten inseguros. O la de la niña que fue sacrificada cuando un hombre en fuga la utilizó como escudo contra los balazos.
Todo ocurrió el año pasado en esta ciudad fronteriza que alberga un millón 300 mil habitantes llegados de todo el país, atraídos por el trabajo en la maquila.
Con mil 607 homicidios contabilizados sólo en 2008, esta ciudad se convirtió en la capital nacional de los asesinatos, la más violenta del continente y la principal productora de enfermos por miedo.
Por momentos, la sangre pareció a punto de desbordarse. En agosto se registraron siete asesinatos diarios.
Cuatro veces la morgue se colapsó por sobrecupo, y los cadáveres tuvieron que ser apilados, uno sobre el otro, en espera de turno. Algunos tenían más de 100 agujeros.
La violencia trastocó la vida de los juarenses. Todos cuentan su vida antes y después de 2008.
Nadie quedó intacto: al menos 3 mil familias se mudaron, 84 bancos fueron asaltados, 5 mil negocios cerraron, 112 policías se dieron de baja. Cientos de negocios trabajan a cortina cerrada, los jóvenes abandonaron la vida nocturna, los parques quedaron en desuso, las escuelas cambiaron sus horarios y adelantaron vacaciones, los maestros tomaron cursos para prevenir extorsiones, crecieron las zonas residenciales alambradas y electrificadas, y todo el que puede hace su vida entre rejas.
Los juarenses no sólo viven el terror a ser asesinados en la guerra entre cárteles de la droga; también padecen el miedo a ser secuestrados, asaltados o extorsionados por personas que dicen trabajar para los narcos.
“Estamos paralizados, atolondrados por la realidad, en la lucha por la sobrevivencia. Todos querían que acabara el año. Estamos entre el impacto de la muerte que cada vez está más cerca, que ya no es de desconocidos y se va acercando más, sumado a las historias de asesinatos a quienes no quieren pagar ‘la cuota’, y al sentimiento de indefensión, de que no hay a quién recurrir”, explica Lourdes Almada, integrante del Consejo Ciudadano por el Desarrollo de Ciudad Juárez.
La paradoja es que la violencia continúa a pesar de que el gobierno federal emprendió en marzo la “Operación Conjunta Chihuahua”, que reúne al Ejército y las corporaciones policiacas federales, estatales y municipales en el combate a la delincuencia.
Mientras, los juarenses adaptan su vida.
Los exiliados del miedo
En la ventana de una bodega que luce abandonada, un letrero anuncia “Se vende”, junto a un número de teléfono en el que nadie contesta. Pero de lunes a viernes, a las 8:15 de la mañana, el acceso se abre unos pocos minutos para que ingrese un grupo de trabajadores; luego vuelve a cerrarse hasta la noche. Los empleados trabajan hasta el fondo, donde las luces no puedan ser percibidas desde la calle.
Trabajar bajo candado y a oscuras, simulando la quiebra; no contestar llamadas ni abrir la puerta a desconocidos, son los trucos que encontraron varios empresarios juarenses para despistar a los
extorsionadores. “Llega alguien a tu negocio, dice que es de La Línea o de Los Zetas, te piden que les pagues una mensualidad… y tienes que pagar, sean o no sean narcos. Un dentista no le tomó importancia y fueron por él, y así ha pasado a todos los niveles”, dice el dueño de la fábrica.
El empresario, que pidió el anonimato, es uno de los que se han mudado a El Paso, Texas. “Si la crisis automotriz le ha pegado feo a mi negocio, imagínate cómo me va con esto de trabajar a escondidas y no contestar teléfono y no hacer publicidad”.
Desde que comenzó la ola de extorsiones, este hombre escondió su camioneta de lujo y viaja en un compacto viejo, chocado y con los vidrios cuarteados. Lleva consigo dos carteras, una con documentos falsos, por si lo asaltan. Varios de sus amigos viven en hoteles mientras arreglan su visa estadunidense. El colegio de sus hijos hizo simulacros de balacera y construyeron un búnker. La señora que limpia su casa paga 20 pesos cada semana para que los extorsionadores dejen a su hijo estudiar en paz.
“Todo el que se puede ir se ha ido. Cuando veo las imágenes de Gaza, pienso que acá también estamos casi como en guerra, exiliándonos; nada más que acá salimos en carro.”
Miedo a todos los niveles
Gerardo González Trejo es director de una escuela primaria en la que bajó “un poco” la asistencia por la violencia, pero el fenómeno “es algo generalizado en todas las escuelas”.
Dice que su escuela está protegida gracias a la prohibición de que los niños se acerquen a la malla ciclónica y la orden de salir formados. La construcción de una barda para repeler balas perdidas se postergó porque varios papás no tienen dinero.
La primaria Flores Magón tiene un historial de miedo. La primera vez que suspendieron clases el año pasado fue porque recibieron una amenaza: o cuota o bomba. Otra semana tocó turno a los maestros del kínder ubicado en el mismo terreno: aguinaldo o bomba.
Desde antes de diciembre, las escuelas de la colonia Juárez Nuevo se despoblaron. Todavía en enero, los alumnos arrastran las secuelas del susto. Por ejemplo, Valentín, un niño de 11 años aficionado al Santos Laguna, de plano se negaba a asistir a clases porque estaba seguro que un cholo que rondaba las aulas estaba armado con una bomba. “Le dije que se encomendara a Dios”, dice su mamá, una mujer que vive asustada, imaginándose que en cualquier momento se desatará una balacera: “Ya me va a tocar, ya me va a tocar”.
En esta popular colonia, Verito dice que hace poco dejó de creer en el Ángel de la Guarda al que rezaba todas las noches.
–¿Por qué?
–Ya sé que muchas personas se mueren; también niños –responde nerviosa, sin perder su sonrisa de siete años.
Ese no fue el único descubrimiento que Verónica Arvizu hizo el año pasado. Supo también que la ilusión se pierde.
–Una amiga me platicó que a Santaclós le habían pedido una ‘cuota’. Por eso no le pedí a Santa un regalo caro; pedí nomás una muñeca, porque yo sé entender cuando hay o no hay dinero.
Ella no tiene miedo de fantasmas o monstruos; ella teme a los cuerpos decapitados que aparecen en la calle y a los hombres empistolados que matan niñas.
Hay días que Verito se levanta sin ganas de ir a la escuela (“pienso que nos van a venir a robar o a hacer algo; como siempre traen pistola, me da mucho miedo”). En su primaria están estrenando director (“es que amenazaron a la directora con poner bombas en la escuela y se fue”). Cree que su vida ha sido mejor que la de algunas compañeras (“a una amiga que estaba haciendo Educación Física le tocó una balacera”). Sabe que es peligroso salir a la calle (“al que nos pintaba la casa le cortaron el pie, y a una maestra le tocó un balazo”). La violencia le ha frustrado planes (“el concurso del Himno Nacional se canceló porque dijeron que pondrían bombas”).
Fueron por gremios
“Estimado cliente, por la inseguridad nos vemos obligados a atenderle detrás de la reja”, se lee en el portón de una casa donde se venden tacos. Para entrar a una pizzería hay que pasar por el ojo escudriñador del dueño, quien determina si corre o no el cerrojo. “Cerramos por la inseguridad”, se lee en la ventana de varios locales.
Los extorsionadores han peinado todos los negocios posibles. “Me ha tocado ver cuando llegan por la cuota de 5 mil pesos a la tiendas de abarrotes de la esquina”, dice un obrero. “Hasta a los carritos de hot dogs les piden”, dice la vecina de la taquería enrejada.
En noviembre, la Procuraduría recibió 78 denuncias por extorsión. Del 1 al 18 de diciembre recibió 444 quejas, 570% más que un mes antes.
La inseguridad llegó por gremios. Primero fueron los yonkeros, y denunciaron hasta que mataron a uno de ellos. Luego los impresores, y el ramo cayó a pique. Siguieron los médicos y dentistas. Luego la racha de bares y restaurantes quemados. A fin de año fueron las escuelas de todos los niveles.
“Es absurdo, cualquier rufiancillo de barrio te llama para extorsionarte y la gente entra en pánico. Es el miedo en su versión tercermundista”, dice un médico del Seguro Social que suple a un colega incapacitado a raíz de que fue secuestrado. “Yo soy de bajo perfil porque estoy empezando”, cree él.
Este gremio fue uno de los más golpeados el año pasado. O, al menos, fue de los pocos que denunció que el personal sufre extorsiones y expone su vida cuando los sicarios rematan a sus víctimas en ambulancias u hospitales. A través de marchas, los médicos exigieron escoltas que resguardaran las clínicas y amenazaron con suspender consultas. Pero no pasó nada. Entre ellos comentan que varios doctores están secuestrados.
Uno de ellos fue “levantado” por un comando armado frente a sus pacientes. Supuestamente no quiso cooperar.
Sin lugar para jóvenes
Azucena no sale desde que supo que mataron gente en El Chamuco, su salón de baile preferido. Tiene 22 años y no le gusta ni asomarse a la calle. Sufre pesadillas desde que le contaron que hallaron un cadáver de mujer con un letrero que amenazaba: “Cada vez que salga una chava sola, sexy y bonita, la vamos a matar porque el diablo anda suelto”. Con una risa nerviosa presume que cumple todas las características. “Por eso ya no salgo.”
De la ansiedad por salir en la noche, sus amigas la han tenido que regresar a casa con la cara y las manos paralizadas. “Tenía miedo de que me fueran a matar; soy muy miedosa, muy miedosa”, dice.
Ella trabaja con su mamá en la modesta guardería que tienen en casa. Aunque cobran 200 pesos semanales por niño, tuvieron que bajar el perfil para esquivar a los extorsionadores. “Le quité la lona, pinté el barandal, le borré las florecitas a la fachada. No quiero llamar la atención, quiero que se vea una casa normal”.
Como en su barrio la conocen bien, los muchachillos que piden cuotas la respetan. Sólo una vez sintió miedo en serio, cuando unos jóvenes –a punto de ser asesinados– se metieron a la fuerza a su casa para esconderse. Se salvó de que las masacraran con todo y los bebés que tiene a su cuidado.
El gremio periodístico también resiente la violencia. Desde que el reportero más experimentado de la fuente policiaca fue asesinado, varios colegas salen a reportear con chaleco antibalas.
“Me ha tocado llegar a cubrir ejecuciones y encuentro todavía a los sicarios rematando al tipo. Así que me hago tonto, los dejo hacer su trabajo y luego yo hago el mío”, dice un periodista que apenas se estrenó en el uso del blindaje. El dice que es “prudentillo” y sólo publica información gubernamental para no meterse en problemas.
Como él, muchos han optado por dejar de escribir sobre lo que ocurre en esta ciudad, lo que incrementa la vulnerabilidad de la propia sociedad.
Nada va a profundidad y todo queda en la anécdota. Las noticias más asombrosas pronto son superadas por otras. La más reciente: “Lo matan por rebasar a un narco”. Así, los periodistas han incorporado nuevos terminajos al glosario de lo macabro: los enteipados (que llevan cinta adhesiva en la boca) se suma a los encobijados, los levantados, los ejecutados, los maniatados, los descuartizados y los encajuelados.
El tiradero de muertos
Una de cada cuatro ejecuciones a nivel nacional ocurrió en el estado de Chihuahua, el doble de las que se registraron en Sinaloa. Y la abrumadora mayoría sucedió en Juárez, el tiradero nacional de muertos. En 12 meses fueron asesinadas al menos mil 607 personas. También fueron halladas varias fosas clandestinas, la más grande con 36 cadáveres. Son incontables los desaparecidos.
“Juárez está en shock. Hay mucha gente deprimida, y mucho terror; no sólo de los familiares de las víctimas de los asesinatos, también los que han tenido experiencias de extorsiones, secuestros”, dice la socióloga María Teresa Almada, directora de la Casa Promoción Juvenil, una de las organizaciones que no se quedó pasmada con la violencia.
En el poniente de la ciudad, los vecinos organizaron una escuela de deportes y una posada para recuperar los espacios públicos abandonados tras convertirse en botaderos de cadáveres. Aún estudian cómo trabajar con las familias en duelo que acuden al centro. Aquí llegan chiquillos que son hijos de ejecutados y señoras que vieron morir acuchillados a sus hijos adictos. Muchos de ellos presenciaron los asesinatos.
“Calculo que, por cada muerte, hay 10 o 20 personas afectadas”, dice la especialista. “Si son casi 2 mil muertos, puede haber hasta 40 mil personas que necesitan atención urgente, porque si no el sicario forma parte de su sistema familiar y toda su vida ronda en planear venganza”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario